Cartografía.
Tras
dos horas esperando a que suene la alarma ese momento no llega, así que me
levanto de la cama con la ilusión de al menos salir de ella, efímera, fugaz en
cuanto tengo el café en mano y me lo acabo, y no preveo nada de distinto en el
día al que me enfrento: lo mismo de siempre.
Mi
cuerpo tiembla de frio y se estremece aún más al tocar el volante con mis manos
desnudas. Incapaz de decidir qué está más frio, si el cuero o mis manos (¿Mi
alma podría participar en esta elección?), arranco, sigo la misma ruta de
siempre; los mismos pitidos de coches, los mismos volantazos, la misma grosería
reflejada tanto en actos de viandantes como de conductores, directa, dirigida a
mi persona.
Aparco
el coche, no puedo dejarlo más cerca de donde cojo el bus porque es zona de
pago (nunca me he atrevido de todas formas a dar una vuelta y comprobar si no
hay ni un sitio gratuito, “prefiero andar”, me digo) y, temblando aún, abro la
puerta con cuidado de no tocar el coche que está a mi izquierda. La señora que
está en dicho coche desprecia mi cuidado por su automóvil y me lanza una mirada
que hunde aún más mi nivel de autoestima. La idea de volver a mi casa, a mi
cama, vuelve a mi cabeza.
Sigo,
empiezo a andar, me siento desfallecer. Nunca sabré si es mi nerviosismo
general, que puede que sea agorafóbico o que simplemente no encaje en la
sociedad, pero mis fuerzas empiezan a fallarme. Me lio un cigarro pues así al
menos me concentro en algo y no tengo que mirar a nadie, y me lo voy fumando,
viendo cómo se consume al mismo ritmo que mi energía vital.
Llego
pues, al autobús, un “Hola” amable al conductor sin respuesta, una cuarentena
de ojos mirando a un indeciso y tambaleante chaval buscando el sitio en el que
más pase desapercibido. Me siento, aplastado contra la ventana para evitar el
contacto físico, me pongo los cascos, pleno volumen, el rock & roll electrónico moderno evade mi presencia del infierno
(vaya con la calefacción, joder) y me eleva a las nubes, momentáneamente.
Media
hora después soy el último en bajar del autobús, espero al final para poder ir
por detrás de la gente: no me gusta estar en el punto de mira de nadie. Tampoco
sé si lo estoy. La sensación de que puede que así sea no me gusta. Busco
corriendo la salida.
De
pronto, la misma absurda decisión de siempre y la misma elección: ¿Dónde iría
mas tranquilo, en el autobús o en el metro? Siempre voy andando, no soy tan
normal como para asimilar con total naturalidad enlatarnos a presión como
sardinas cuando ninguna persona tiene ningún respeto por la otra, pues a las
sardinas se las suda el espacio que tenga, pero las personas están vivas, y no
se contentan con lo necesario, quieren lo que tenga el del al lado, y en este
caso es el espacio, mi espacio personal.
“Solo
media hora, llegaré tarde a clase, pero al menos llegaré” Una parte de mi
piensa que igual no, pero qué le voy a hacer, si le hiciera caso a esa parte de
mi mente a todas horas, no saldría de mi cama. Me tienta la idea. Echo a andar.
Mis fuerzas superan mi aguante. Llego, un último esfuerzo; escaleras, colilla
al cenicero y a saludar forzando una sonrisa, cuando sé que la que me devuelve
la gente es igual de forzada o más. Eso el que me la devuelve.
Entro
a clase, tambaleándome, tengo ganas de vomitar, me tiembla el cuerpo, me mira
todo el mundo. Apoyo la mochila en la mesa, saco mis cosas para acto seguido
recogerlas y, cómo no, armando una escena, me voy por donde he venido.
Otro
día fallido.